
Si tenés más de 30 años seguro que te quedás afuera de muchas cosas que dicen los más jóvenes: “ATR” (a todo ritmo), “Yaqui” (ya quisiera) o “Gede” (pesado, cargoso) son algunos de los términos que tienen un particular significado para quienes lo utilizan. En una entrevista con la Profesora e Investigadora Cecilia Magadán1, planteamos una reflexión acerca del lenguaje como creación social y la incidencia de la tecnología en su transformación.
¿Por qué existe esta necesidad por parte de los adolescentes de modificar el lenguaje?
Es difícil encontrar una causa y también podríamos discutir si se trata de una “necesidad”. En general la adolescencia, más allá de resultar “evidente” como etapa biológica en la vida de los seres humanos, es también una franja etaria que se construye históricamente como producto de las sociedades industriales. Como dice Penelope Eckert, una reconocida sociolingüista estadounidense, en las sociedades industriales surge la necesidad de crear instituciones de pasaje (la educación secundaria) que prepararen a los niños para el mundo laboral de los adultos. Estas instituciones, que hoy en día toman también diferentes formatos más allá de la escuela (clubes, asociaciones, grupos de afinidad), hacen que los adolescentes convivan cotidianamente con otros adolescentes; podríamos decir, socialicen a diario en grupos de edades homogéneas. Así, en el marco de esos espacios de encuentro, los grupos de pares buscan diferenciarse (y se diferencian) del mundo de los niños y del control del mundo de los adultos.
Cada grupo, según sus intereses, sus gustos, forma comunidades, en las que resulta clave crear formas propias identificatorias. Para esto, recurren a la ropa, al calzado, al ringtone del celular, al corte de pelo y, por supuesto, también al lenguaje. Cada grupo configura así sus propias marcas distintivas, su propio estilo, y se diferencia de los otros grupos de adolescentes, pero también de los niños y de los adultos. Por esta razón, esa variación dialectal en el habla de los adolescentes, que es parte de sus prácticas sociales, resulta más marcada y distintiva desde los oídos de los adultos. Mientras la escuela habla y enseña la variedad estándar (esa variedad de la lengua asociada a las formas escritas y al habla cuidada), los adolescentes responden con sus formas lingüísticas vernáculas.
¿Qué estrategias lingüísticas se utilizan para construir una jerga propia?
Los hablantes —niños, adolescentes, adultos— apelamos a diferentes recursos para significar: no solo aprovechamos las palabras, sino también, las entonaciones, los gestos, las imágenes, la música, etc. Por ejemplo, una determinada pronunciación puede señalar la pertenencia a un grupo; pensemos, por ejemplo, cómo una forma de pronunciar puede llevar a que esa persona sea discriminada/valorada como perteneciente a un grupo (“habla como…”) y, por eso, busque o evite pronunciar determinados sonidos de determinada manera.
También en el plano verbal, recurrimos a formas de sufijación nuevas (“Holis”, “Chauchis”, “Besis”), asignamos nuevos valores a las formas verbales (por ejemplo, en los usos del condicional: “Estaríamos empezando el finde”), damos lugar a creaciones léxicas por préstamos (youtuber) o adaptaciones de otras lenguas (“sin espoilear”), inventamos siglas (ATR= a todo ritmo). Los recursos son muchísimos, sin olvidar los gestos, que hoy en día también recreamos; los llevamos y traemos entre los emojis de nuestros celulares y la conversación cara a cara.
¿De qué manera intervienen las nuevas tecnologías de comunicación en esta “tergiversación” de la lengua?
No estoy de acuerdo con la idea de “tergiversación”; esto significaría decir que hay una lengua “pura” y otra “degradada”, que es la que aparece en las comunicaciones digitales. No es así. Sin duda, el estilo de intercambios que predomina en las plataformas como WhatsApp o SnapChat y en las redes sociales va modificando nuestras formas de hablar y de escribir, fuera de ese mundo en línea. Muchos de los cambios en la lengua provienen de las formas léxicas que surgen en los intercambios en esos espacios: decimos, por ejemplo, “Me clavó el visto” a veces como metáfora para indicar que alguien nos ignoró, más allá de que esa señal de indiferencia no se haya dado en WhatsApp. También, ciertas plataformas como Twitter, que plantean formas y estilos de composición específicas, producen ciertos cambios sintácticos (oraciones breves, en general, en las que la subordinación no es tan frecuente) y diferentes usos de la ironía y del humor, por ejemplo. En el terreno del léxico es, sin duda, donde más se observa esta influencia de las tecnologías en nuestras formas de hablar.
¿Qué hace que ciertas palabras o construcciones tengan validez en un determinado grupo en un período dado?
Vuelvo en algún sentido a mi primera respuesta: así como cada grupo adolescente crea velozmente formas que constituyen su estilo de habla distintivo, esas creaciones de gran intensidad, son también muy pasajeras y pocas son las que llegan a alcanzar un uso extendido y/o a incorporarse al repertorio común de los hablantes. Pensemos en el uso de “Ah re” (muchas veces escrito de múltiples maneras): las diferentes generaciones de adolescentes y jóvenes consultadas, le asignan usos y significaciones también diferentes. En este sentido, las redes sociales tienen un papel importante; son muchas veces las encargadas no solo de estabilizar (darles un sentido único) y divulgar esas formas, sino también de que otros grupos las integren a sus repertorios lingüísticos.

1 Profesora y Licenciada en Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Master of Science (MS) en Lingüística (Georgetown University). Master en Educación (M.Ed. – Teachers College, Columbia University) y Doctora (PhD) en Alfabetización, Lengua y Tecnología (Columbia University). Se desempeña como docente e investigadora en la Universidad Nacional de San Martín, en el ISP “Dr. Joaquín V. González” y en el IES en Lenguas Vivas “Juan Ramón Fernández”.
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